La verdina, esa pequeña y delicada alubia verde claro procedente de Asturias, es ideal para guisos marineros, justamente por su finura. Con almejas es la combinación clásica. Pero hay otras muchas.
Lo importante: la base de verdinas. 300 gramos, a remojo durante 12 horas al menos. Se ponen a hervir en cacerola con laurel y un chorro de aceite de oliva; se corta un par de veces la cocción con un poco de agua fría. Cuando estén tiernas, se cuelan. Reservamos algo de caldo.
En cazuela, rehogamos despacito una cebolla y un diente de ajo picados, añadimos perejil y una copita de vino blanco. Se incorpora medio kilo de almejas muy bien lavadas. Una vez abiertas se incorporan las alubias con un poco de su caldo de cocción y se calienta todo junto durante no más de tres minutos; si se deja más se endurecen las almejas.
La misma receta saldrá perfecta con chirlas o con berberechos. Y, aún más sencillo, podemos hacer las verdinas con un pescado consistente y sabroso (rape, emperador, bonito, atún rojo) del que cortamos un par de rodajas en cubos, en crudo, y los incorporamos directamente a la cacerola de las verdinas cinco minutos antes de que éstas terminen su cocción; este tiempo bastará para que el pescado cueza por fuera opero se mantenga jugoso por dentro.
Un restaurante diferente de los demás
Es sorprendente que un restaurante tan original y notable como Barrera (calle Alonso Cano, 25, en Madrid) haya podido funcionar durante varios años ya sin atraer prácticamente la atención de los medios informativos. Y es que su propietaria rehúye totalmente toda publicidad que no sea del tipo 'boca a oído' o 'radio macuto', y declara sorprendentemente que prefiere no tener su restaurante (que es pequeñísimo) lleno, para así poder atender mejor. Curiosísimo
La fachada en tonos cobre discretísimos podría parecer la de uno de los cien mil bares de Chamberí si uno no se acerca más y ve que el interior solamente remeda la barra de uno de ellos, pero en plan bastante más sofisticado. Aun así, sólo quien haya buceado mucho por internet o quien como yo sea cliente fiel del mercado de Chamberí (del que ya he hablado mucho hace un par de semanas ante este micrófono), que está a 20 metros de distancia, y haya aparcado cien veces ante este local, acabará decidiéndose a probar un día qué se cuece en su comedorcito, separado por un estrecho corredor de la barra. Y entonces es cuando se le caerán los palos del sombrajo ante lo que llega a su plato, como me ha sucedido a mí.
Ya el aspecto del comedor, discreto y burgués, con manteles de hilo y copas de cristal fino, sorprende. Luego llega Ana Barrera, una señora muy amable, con pantalón de pitillo y bailarinas que le dan un aire 'años 50', y que desgrana la oferta del día; no hay carta escrita. Aseguran que es su madre la que lo guisa todo, y desde luego la cocina de aquí tiene un aire casero de toda la vida. Pero la calidad de los ingredientes y la precisión del punto de los platos recuerdan a cocineros jóvenes de altos vuelos.
La ingente ración de patatas revolconas cubiertas de torreznos es irreprochable (sobre todo si fuera hace mucho frío); una entrada más ligera es la 'menestra', en realidad lo que antaño se llamaba 'panaché' de verduras cocidas 'al dente': lombarda (cubierta de granos de granada), judías verdes, espinacas, coliflor, espárragos verdes. Luego llegan un jugoso bonito en samfaina (una versión casi líquida, aligerada pero muy sabrosa, del pisto catalán) y un delicadísimo asado de cabrito lechal (una paletilla pequeñita), con un toque de batata logrado. El suflé de chocolate negro (servido con una 'tapa' de lujoso arroz con leche casero) o el helado de queso con compota de manzana son dos de los postres estrella. Alrededor de nosotros veíamos caras satisfechas ante croquetas y solomillos. Lo del vino es un tanto caótico... pero acaba arreglándose.