"Como los verdaderos hombres", solía decir el Tío Ronquillo cuando pedía media copa de coñac y media de anís y los mezclaba. Un sábado le vi entrar acompañado de una morena indefinida cubierta con un abrigo azul. La pelliza de mi padre, de un intenso color amarillo, era inconfundible. Aquel era el único de los tres casinos que había donde dejaban entrar a las mujeres. A mi padre se le daban muy bien las cartas y yo me sentía fascinado por su habilidad.
Desde la puerta divisé, en el perchero de píe de la entrada, su caliente pelliza tapando la desvaída prenda azul, y desde el ventanal vi reflejado en el espejo su atezado rostro y su cabeza cubierta con la boina. Su mano rugosa asía con fuerza la copa de sol y sombra. Estaba rodeado de hombres. Un momento después se quitó la boina para rascarse. El contraste entre su agradable calva y su rostro quemado llamaba la atención, pues era como las dos bebidas que más le gustaban.
Cuando volví a pasar después de la merienda, allí seguía la pelliza y el abrigo azul debajo. Mi padre estaba sentado en la mesa central con las cartas en una mano y el sol y sombra en la otra. También le vi guardar en la faltriquera, debajo de su chaleco, unos billetes. A la noche, camino de casa para cenar, ni el caliente amarillo ni el frío azul estaban en el perchero, pero según me alejaba, escuché preguntar a mi padre:
- ¿Dónde está el sitio?
Esa noche, cuando su voz ronca me despertó, oí que le decía a mi madre que las cartas unas veces dan y otras quitan. Entonces comprendí que mi padre era también como el resto de los hombres del pueblo.
Manuel García-Albertos Pérez