No hace falta ser un experto o hacer un exhaustivo seguimiento para darse cuenta que prolifera en la política el lenguaje del odio. Lo hace en España y fuera de nuestras fronteras; en las redes sociales, los platós televisivos y las emisoras de radio; en la calle y, también, por desgracia, en los parlamentos. Empezó hace poco más de una década. Y esto me recuerda aquella gran pieza intelectual que nos dejó Zapatero: "Nos conviene que haya tensión". Era una forma de entender la nueva política del peor presidente que tuvo España y que, por cierto, nos llevó a dónde estamos. Ahora sale otro politiquillo charlatán, que vocifera que hay que dar miedo. Pero no dice si de él o de lo que él representa.
Entre estos polos emocionales suelen moverse algunos líderes políticos y religiosos -no es necesario dar más señas, ya saben a cuáles me refiero- para movilizar las grandes masas de población y ganar sus favores.
La muerte repentina de la senadora y exalcaldesa de Valencia Rita Barberá ha servido para desenmascarar públicamente a un mamarracho. Porque el mamarracho se descalifica a sí mismo.
"No participaré en un homenaje político de una persona cuya trayectoria está marcada por la corrupción". El resto de lo que dijo Iglesias sobra. Como sobra él, políticamente, en un sistema democrático. Su actitud está lejos del comportamiento ético y normal de cualquier persona, y lo que busca este asesor de dictadores es el enfrentamiento entre las dos Españas, al que quiere volver.
En este país, donde tanto y con tan funestas consecuencias se ha practicado el odio, deberíamos haber aprendido ya que el lenguaje del odio, como el de Iglesias, no produce nada, salvo más odio, desprecio y desafección política. Ese lenguaje debe ser desterrado de la política democrática, porque es incompatible con ella. Como lo es Iglesias. Porque Iglesias es rencor y odio.