Constituida la última de las diputaciones gallegas, la de Pontevedra, el debate es el de siempre: ¿Tiene sentido mantener estas instituciones, creadas hace casi 200 años, que solo son un vehículo de clientelismo de los partidos y una agencia de colocación de personas afines?
Al carácter de refugio laboral de allegados, se añade que son instituciones poco transparentes y a las que los ciudadanos no ven utilidad porque duplican funciones de otras administraciones. ¿Por qué se muestran los partidos mayoritarios tan remisos a la supresión de las diputaciones? Por el gran poder territorial que generan para los gobernantes, al repartir arbitrariamente sus fondos entre los municipios, con los que genera una relación clientelista.
Ésta es la raíz de la supervivencia de instituciones obsoletas, generadoras de gasto, que muestran la resistencia de la clase política a profundizar en las reformas que le afectan directamente.
Los grandes partidos no están de acuerdo en qué hacer: el PSOE aceptaría la eliminación de las diputaciones, en tanto el PP prefiere conservarlas aunque mejorando su funcionamiento.
Nada sólido se podrá llevar a cabo si no hay acuerdo, pero no sería admisible que la discrepancia impidiera resolver una onerosa disfunción que hoy, y también mañana, este país no puede permitirse.