Sobre el Día de Difuntos, cada 2 de noviembre, existe constancia escrita de que sus orígenes se remontan hasta mil años atrás, en los inicios del siglo XI d.C.
En sus comienzos se dirigía solo a los monjes fallecidos de Cluny, pero luego la Santa Madre Iglesia hizo el rito extensible a todos los fieles difuntos de la comunidad cristiana universal. Sin embargo, pocos saben que la jornada de los fieles difuntos tiene en realidad unas raíces mucho más profundas y antiguas.
En Galicia, durante este día estaba absolutamente desaconsejado alejarse de la aldea o parroquia propia. Es una jornada dedicada generalmente a las visitas y en la que las cuatro comidas diarias, o el tradicional consumo de castañas asadas, se hacía siempre en compañía de vecinos, familiares y amigos. Todavía algunos niños y niñas llevan colgados los rosarios de zonchos, collares formados por castañas cocidas con monda y ensartadas con un hilo. Era una de las numerosas tradiciones típicas de los días de Santos y de Difuntos.
En la Noche, las hadas y los trasnos eran libres de deambular por los caminos y merodear en las inmediaciones de la aldea. Se dice que en la época castreña, al caer esta fecha los druidas encendían hogueras en lugares específicos con ramas sagradas recolectadas en lo más profundo del bosque. Su función no era solo ahuyentar a los malos espíritus sino también guiar a los muertos en la oscuridad, a fin de facilitarles el camino a la aldea y participar en las honras preparadas por sus familiares.
Los vecinos solían disfrazarse con pieles y cabezas de animales para asustar o despistar a los espectros, en la creencia de que pasarían de largo al confundirlos con bestias. Y asimismo era tradición efectuar numerosos sacrificios de reses. Un acto vinculado al aprovisionamiento de carne y pieles para hacer frente al crudo invierno.
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