Quién soy
Málaga es la ciudad de mis sueños. Aún siendo consciente de que mis últimos treinta y ocho años los he vivido en Madrid. Pero hoy camino por Málaga.
Tengo esa sensación de haber caminado durante horas sin rumbo, sin ser en absoluto dueño del tiempo. Seguro que si ahora me preguntaran el nombre de las últimas calles recorridas, no sería capaz de responder con acierto... ¿Cómo he llegado aquí?
El caso, es que voy caminando por "La Alameda" y me dejo llevar. Camino muy lentamente por el parque, entre esa mezcla de aromas: La hierba recién cortada, el olor de las rosas en plena floración y ese aire característico del puerto.
Mi vista se fija ahora en una pareja de ancianos que van delante. Ella bajita, con el pelo blanco azulado y recogido en un moño. Él bastante más alto, también deja claro, en sus sienes el paso del tiempo. Su espalda algo encorvada. No sé si serán también los muchos años, o a lo mejor es que camina algo agachado para escucharla mejor. Van tomados de la mano. Él gesticula con la mano izquierda, ella asiente moviendo su cabeza. Se les ve enamorados ¡Qué envidia!-
He de disimular. No quiero que vean que les sigo. ¡Eh! Acabo de reconocer en él un gesto que me ha sido familiar. Seguro que los conozco. Será quizá algún antiguo vecino. Les doy unos metros de ventaja, estoy con las palomas, con cientos de ellas que revolotean rozando mi cabeza cuando de repente un segundo gesto que les reconozco ¡Esto ya no es casualidad! Apresuro mi paso hasta darles alcance... Y me quedo petrificado. Somos, Pilar y yo. Ambos con cuarenta años más.
Manuel Ángel Alvarado Fontseré
Una foto en sepia
"Por favor, ¿puede atenderme?"
La voz del cliente me hizo levantar la cabeza de mis anotaciones de caja, mientras instintivamente contestaba: "Dígame, señor". Cuando me encontré con su cara frente a la mía tuve un sorprendido sobresalto: Era Enrique, no cabía duda, mucho más mayor, bastante más gordo, con mucho menos pelo, pero Enrique. Al mirarme, sus ojos se achicaron tras las gafas y dijo: "¿Luisa?".
"Hola Enrique",- contesté -, ¡que sorpresa!
Mientras nos saludábamos con una un poco forzada cordialidad, recordé el dolor que hacía ya más de 20 años me produjo el adiós de aquel hombre que tenía delante. Su rotura de un compromiso que habíamos mantenido durante casi cinco años, y su inmediata relación con Marisa, una amiga común, hizo que yo pasara dos malísimos años tras su abandono.
Seguí recordando cómo después conocí a Antonio, mi marido, que llenó mi vida de amor y felicidad, y me hizo olvidar aquella deserción de Enrique que tanto me dolió en su momento, aunque debo confesar que siempre había guardado en mi interior un poso de resentimiento por una actitud que yo consideraba desleal tanto de él como de mi amiga.
"¿Qué tal te va la vida Luisa? ¿Te has casado?"
"Si" - le respondí – "y tengo dos hijos", "¿Y tú?, ¿y Marisa?"
"Bueno, - balbuceó - yo... estamos divorciados, ahora estoy empezando otra relación. Por eso he venido a buscar un regalo, quiero causarle buena impresión, ya sabes" - dijo en tono de broma, pero con una sonrisa algo insegura.
"Pues has venido al sitio perfecto, -le contesté con mi gesto más profesional - "vamos a buscar ese regalo", "¿has pensado en algo?"
Cuando más tarde, y tras despedirnos, le miré marcharse con aquel regalo con el que buscaba enderezar su vida, me pareció un personaje escapado de una foto en sepia de mi juventud, y supe que no le guardaba ningún rencor. Le seguí con la vista mientras musitaba: "Adiós Enrique, y suerte".
Maribel Egido Carrasco