Fue un viernes lo recuerdo bien, para entonces ya sabía lo tormentosa que podría ser la relación con las mujeres.
Al llegar a casa ella me estaba esperando, noté en su mirada la antesala del disgusto y la discusión. Comenzó con su habitual verborrea. No es posible hablar más deprisa de lo que ella lo hacía. Todo eran reproches, acusaciones que rozaban el insulto. Yo, por mi parte intentaba, inútilmente, colar una palabra en mi defensa, no hubo manera.
Al fin, consideré que la situación no tenía vuelta atrás. Me fui a la habitación, la dejé en el salón con su discurso. Sentado sobre la cama pensé detenidamente: Éste va a ser el último disgusto, no estoy dispuesto a soportarla más. "¡Me voy a largar! Pero no puedo salir por el salón porque ella está allí y si me ve empezará a discutir otra vez., ¿Que hago? ¡Ya sé! La ventana... ¡Saldré por allí!". Dicho y hecho, abrí la ventana y con mucho cuidado salí. Enfilé calle abajo y caminé durante tres horas.
Todo ese tiempo me sirvió para reflexionar y darme cuenta de que ella podría tener algo de razón. Decidí volver a casa. Al entrar la vi en el salón, sus ojos indicaban que gran parte de las tres horas, que yo había estado deambulando por la calle, ella había estado llorando. Al verme se levantó y se dirigió hacia mí, me abrazó, me besó, me pidió que no volviera a marcharme más.
No recuerdo si le contesté. Ella me ofreció la cena, pero le dije que me iba a acostar y ella no insistió. Volví a la habitación y me tumbé en la cama, puse las manos detrás de mi cabeza y me puse a contemplar el techo. Estaba orgulloso de haber ganado aquella batalla, aunque tenía hambre no pensaba, bajo ningún pretexto, dar mi brazo a torcer. Un hombre es un hombre. Al fin y al cabo al día siguiente yo cumpliría ya diez años.
Manuel Alvarado Fontseré