El gran remedio entrante del rácano glotón con gusto muy exquisito. La perdición de los cocineros del norte. La sopa fría para ingleses. El mejor lago para que un puñado de trozos de tomate decidan cortejar sin vergüenza a las bellas blancas miajas de pan. El océano más adecuado para que bucee, si quiere, el pepino. El paraje natural donde mejor se encuentra la cebolla. La atmósfera más pertinente para el aceite, sal y vinagre de España. El verdadero lugar en donde nació el ajo. El huerto al que se le echa unas semillitas de huevo para ver si es verdad que luego crecen, pretendida y eternamente esperanzados, las más firmes esencias del sabor a requetebién. El gazpacho.
Hace unos días, por sorpresa, mamá creó el primer gazpacho de la temporada. Y he de decir que una vez más volvió a formar parte de mi imaginario para el futuro, y por la puerta grande. Una vez más me reafirmé e, incluso, me reafirmo que sería el primer plato ideal para celebrar la Nochebuena. El banquete de bodas, la primera graduación, el aniversario, las oposiciones, el embarazo, los niños, la Copa del mundo de fútbol, el premio Nóbel. Y, por supuesto, la medalla de oro de baloncesto en los Juegos Olímpicos de cuando Dios quiera.
Al parecer, cuentan los sabios del lugar, que fue lo que le dieron, junto con el resto de la comida, al Papa Juan Pablo II en su última visita a España. Duró, felizmente, todavía dos años más.
Cuentan, también, los sabios del lugar, que suelen contar mucho porque para eso son los sabios del lugar y si no lo fueran, entonces, no contarían tanto, que es comida de pobres.
Pues, ¡pobres, viva la madre que os parió!
Ángel Ojeda