Yo iba subiendo las escaleras del piso de mi casa y en la puerta estaba ella, que me abrió paso dulcemente. Al parecer, era una amiga. Pero era ella, la sin par estrella. La actriz. Como suele ocurrir en los sueños, no tiene explicación, pero era así.
Ella, el pelo castaño claro, recogido en una acertada coleta tirante. Introducida en unos pantalones vaqueros impecables y con una camisa de tirantes, tan casta como apretada, que colaboraba a que los pechos estuvieran tan turgentes como tapados. Los ojos, brillantes, una invitación permanente a convivir con diamantes. La nariz, inexplicable su perfección. La piel, morena clara, bella canela. Y la sonrisa, una curva alegre como leve abertura a la estancia más feliz de su dentadura, blanca azucena, y al más exquisito paladar, como aparente entrada a lo más grande, quizás, al paraíso. En definitiva, una hermosura.
Me hablaba con mucha dulzura, con una alegría de verme nerviosa. Y, a la vez, estaba confundida, me comentó algo acerca de una famosa mujer, que, al verla en la tele, le había sugerido algún pensamiento, sorprendida de su belleza. Adivino a recordar que decía: "... es que lo tiene todo tan bien puesto, tan arriba, que ...". Jaja. Y me miraba, buscando, claramente se veía, una contestación, si no contradictoria, de afirmación de sus bellezas como superiores, con lo cual le haría un requiebro. Y, así, conseguir, ella, según parecía, un descanso aliviador de lo que sería un buen comienzo conmigo. Yo, agradablemente asombrado de la situación, me percaté del hecho y no quería estropearlo con descaros retrecheros que no llevarían muy allá, y me pensaba, muy excitadamente, qué responderle, en una alocada búsqueda de la prudencia. Finalmente, me volví, porque iba llevando algo en las manos, la miré, mientras sus ojos esperaban con desespero la contestación reveladora de sus alivios, y le dije, sonriéndole: "Todas las comparaciones son odiosas, pero en este caso deberías estar especialmente contenta". Y ella me continuó sonriendo dulcemente, pero con una serenidad tan feliz que estaba bastante claro que la contestación le había gustado. Era mía.
Nos seguimos sonriendo. Y se acabó el sueño.
Me levanté como si me hubieran dado un masaje en el alma. En una situación así, uno no puede más que agradecer a Dios por la capacidad para soñar, y por haberlo soñado.
Así que, no se me ocurre nada mejor que escribirle, hoy, una carta de amor al sueño.
Ángel Ojeda