Aquel 9 de noviembre
La conmemoración del 20 aniversario de la feliz caída del Muro de Berlín, ha hecho, como no podía ser de otra manera, correr ríos de tinta y ha sido tema recurrente en tertulias radiofónicas y políticas, incluso, como ocurrió con el Mayo del 68, parece que todo el mundo hubiera estado allí.
Además de esta fecha para la gran Historia, para mí pequeña historia personal, el 9 de noviembre es una fecha importantísima. Y cuando la recuerdo aparece ante mí casi como el guión de una película:
"El otoño había llegado de repente, bruscamente. Una mañana el aire tibio se convirtió en un viento desapacible que arrancaba las últimas hojas de los árboles que aún se resistían a caer. Desde el otro lado del cristal de la amplia ventana yo observaba distraída como las ramas se agitaban con fuerza, con un sonido que desde allí no podía oír, y como los pajarillos se perseguían sobre el bien cuidado césped de los jardines del Hospital. La verdad es que, sorprendentemente, no sentía nada especial, era una extraña sensación de distanciamiento, como si la historia no fuera conmigo, algo así como cuando riegas un tiesto con la tierra muy seca: el agua resbala y tarda un rato en calar.
Poco a poco, la noticia que acababan de darme fue tomando cuerpo en mi cerebro: tenía cáncer. Los análisis que habían recibido los ginecólogos lo habían confirmado sin dudas.
Y allí estaba yo, sola, mirando por la ventana, consciente de forma intelectual de la gravedad del asunto, pero sin sentir ni miedo ni histeria, ni nada de lo que suponemos que se siente cuando ese terrible diagnóstico aparece. Recordé el mal rato que había pasado la doctora al comunicármelo, evitando incluso pronunciar la palabra "cáncer". Interiormente le agradecí su buena intención, mientras estúpidamente mi atención se fijaba en sus grandes pendientes que se movían al compás de sus gestos.
Tanto ella como la enfermera que la acompañaba me miraban de una forma especial, una mirada mezcla de conmiseración, afecto y algo de miedo ante una posible reacción mía descontrolada, supongo que en su difícil trabajo se habrán encontrado reacciones de todo tipo. Cuando vieron que mi actitud era serena, noté claramente como se relajaban y me alegré por mí y por ellas de que las cosas fueran de ese modo.
Me explicaron largamente, con toda claridad y sin ninguna prisa, cuál era mi situación médica, las terapias a aplicar y todo lo que consideraron necesario que yo conociera, y que después me fue muy útil a lo largo del tratamiento de mi enfermedad.
Salí del despacho con la cabeza llena de datos que había que ordenar. Ahora me quedaba un paso delicado y difícil: había que decírselo a mi familia. Pero eso ya es otra historia".
Desde aquel 9 de noviembre ya han transcurrido casi 15 años, y he querido que el relato de la pequeña historia de aquel día, sirva de mensaje de esperanza y aliento para todas las mujeres que se vean actualmente en esa situación.
Maribel Egido Carrasco
En la Polinesia
Vamos chicos, ¡deprisa!
Lola peinó bien a los niños y les dio como siempre las últimas consignas: "callados, obedientes, sonreíd y dad las gracias a todos los que nos atienden". Luis asentía, resignado, vale vale valeeeee, estaba harto, pensaba, menudo papelón, al menos esperaba no ser reconocido. Marta en cambio iba tan contenta, para ella era muy divertido, como ir de excursión.
Hacía ya dos meses que iban al comedor de las monjas, Lola se había quedado sin trabajo por culpa de la famosa crisis y el paro apenas alcanzaba para pagar la hipoteca, así que no había dinero para comer.
La cola daba la vuelta a la manzana, como todos los jueves había paella y tenía mucha aceptación. Se colocaron al final y Marta alargó el cuello para ver si encontraban a su amigo Eladio. Eladio había perdido su trabajo hacía tres años, no tenía casa ni familia, pero había conseguido alojamiento y comida de caridad y subsistía a duras penas ayudando en Cáritas a clasificar los roperos y a "lo que hiciera falta", y gracias a eso conseguía alguna propinilla para mantener su dignidad. Iba siempre limpio y aseado, pero su ropa estaba cada vez más raída, aunque hacía todo lo posible por disimularlo. Desde aquel primer día se hicieron amigos y les esperaba con nuevas historias.
Eladio ¿a dónde vamos hoy? Le preguntó Marta. ¡A la Polinesia! Contestó misterioso. ¡Ay va!, ¿y eso dónde está? ¡Al otro lado del mundo! Hay que navegar meses, con cuidado de los monstruos marinos y los barcos fantasmas. Hoy hay una ballena, mirad bien, y señaló a una señora oronda que llevaba un carrito del supermercado con sus pobres pertenencias, que estaba unos cuantos puestos antes que ellos en la cola.
Es un viaje largo y peligroso, os aviso, se os acaba la comida y al final hay que recurrir a las nueces y avellanas, que es lo que más tiempo aguanta sin estropearse... ¿Veis?, aquí tengo para todos, y sacó del bolsillo un puñado de avellanas.
Luis se animó enseguida y preguntó ¿y el barco fantasma? Fíjate bien, le dijo Eladio, ahí enfrente, y le señaló una furgoneta aparcada al otro lado de la calle con un letrero pintado que decía "Conservas El Barco". También hay simas profundas, donde los barcos quedan atrapados para siempre, y les señaló la zanja de la obra de la calle, con una carretilla dentro.
¿Falta mucho para llegar? Eladio les dijo, Clarooooo, ¡si la Polinesia está lejísimos! Pero todo llega, y al final del viaje tendréis la recompensa: un delicioso banquete de bienvenida servido por las nativas del lugar que os pondrán coronas de flores y os darán frutas tropicales, y golosinas sin fin.
Y así, acompañados y distraídos por el relato de Eladio, iban aproximándose a los primeros puestos de la cola, donde les sirvieron una paella con un sabor exótico, que evocaba islas con palmeras y mares lejanos, y de postre, un plátano y un caramelo para los niños, que trajeron para ellos las voluntarias del comedor mientras de fondo sonaban las campanas del convento cercano.
Un sueño de aventura y la esperanza de otro viaje exótico y misterioso para el día siguiente.
José Luis Gortázar Lecea