Era una piscina cubierta. Yo nunca me había bañado en una piscina cubierta. Tú, dentro, con un bañador de una pieza, no era un bikini. Yo estaba fuera. Nadabas y me invitabas a que me bañara contigo, sonriendo. Indudablemente me invitabas a estar contigo para siempre. No me lo pensé y me lancé a la piscina. Jugamos al que te pillo que no me pillas, que te pillé, y te cogí del tobillo, entonces, rápidamente, me abrazaste y nos dimos un beso.
Un beso sonado, un beso de los que hacen época, de esos queridos, deseados, que se recuerdan aún después de despertarte de un sueño bonito, de esos de los que se guarda un recuerdo, absurdamente, quizás, agradecido. Y al poco tiempo empecé a soñar con otra cosa que no tiene nada que ver contigo y se acabó. Y así fue, se acabó por sorpresa y sin avisar. Como me parece que decía Calderón, así son los sueños.
Para mí esa agua, esa piscina era como el aire que necesita un niño tras un ahogaíllo, como la alegría que necesita el amenazado por el patíbulo, como el azúcar que necesita una fresa, la sal precisa de un merecido gazpacho, el tocino del cocido del muchacho, el gol que necesita marcar Zidane en Glasgow o Iniesta en Johannesburgo, el vestidito que andaba buscando esa muchacha para el sábado noche, la audiencia precisa del periodista, el puesto que anhela el incómodo trepa, la vacuna más importante del mundo para el científico más filántropo, el cuadro que necesita el mejor museo del planeta, la primera flor de la primavera, el sol londinense por el que llora la niebla victoriana, el agua de mayo, la música que cantan Marta Sánchez y Andrea Bocelli, la estrella que busca el sabio, la carta ganadora que busca el tramposo.
Para mi el verte allí era casi eso. Pero que me dijeras: "¡Ven!", que me lanzara a la piscina, que te abrazara, que te pudiera querer, suponía mucho más. Tanto que tú al darme el beso me despertaste. Como a Blancanieves. Como a la Bella Durmiente. Como a la Bestia de la Bella. Fíjate si era importante. De cuento de amor. De cuento de hadas. Así que eso, gracias Princesa, pues estoy encantado. Y los sueños fueron sueños y los amores amor son.
Por eso a ti, Sueño mío, te dedico esta sentida y absurdamente, quizás, agradecida carta de amor.
Ángel Ojeda