... hasta llegar a mitad de la calzada, donde nos cruzamos, y más que mirarte, admiré y me recreé en la contemplación de tan hermosa criatura. ¡Dios mío, qué porte, qué clase, qué andares, qué balanceo de caderas, qué ritmo en el pisar! En suma, qué prodigio de belleza toda tú. Siendo realzable cuanto antecede se enaltece la admirable obra cuando reparé n tu rostro. ¿Qué decir de aquella faz que concluye tu extraordinaria figura?
Solo que, si existen las cortes celestiales, si en algún lugar de este planeta que habitamos, que nos sostiene y nos soporta, hay belleza que se transmite de generación en generación. Si la perfección no es fácilmente definible ni encontrarle el verbo que la retrate. Es ahí, en ese marco, en el que me atrevo a encontrar espacio para la definición. De tu hermoso rostro se desprende una paz que anida en el fondo de tus ojos, grandes y verdes. De donde emana algo sublime, algo indefinible que parece acariciar cuanto mira, que abraza cuanto contempla. En suma, que sentirse observado desde tan hermosa atalaya debe ser tan generosamente placentero que aproxime a la felicidad. Y esto, supongo, es acercarse con palabras humanas a un mundo más allá; a un divino paraje. Por supuesto, aunque deseé que me miraras, tú ibas a otra cosa, no precisamente a mirar algo tan insignificante como mi persona. Pero yo me sentí satisfecho por poder hacerlo hacia ti.
Quedé un tanto confuso; anduve por ahí como un boxeador noqueado. Traté de entretener mi mente, demasiado afectada por la aparición. Volví a pasear por el lugar donde ayer lo hice cuando te encontré. Recorrí con la mirada cuanto de calle podía ver; el semáforo cambió de posición y de tonalidad varias veces y yo allí, enfrente de la acera de donde partiste, aguardando a que se produjera el milagro. ¿Qué otra cosa podía ser que volvieras a aparecer de nuevo? Pero, como casi siempre ocurre, esto no ha vuelto a acaecer. Y yo atisbo con esperanza cada esquina, cada cruce y miro escrutador los rostros de tantas mujeres como transitan. Y los hay más bellos y menos, atractivos y graciosos, de rompe y rasga que parecen ir agrediendo por donde pasan y suaves y delicados que amenazan romperse a la mínima caricia. Pero el tuyo, esa sublime obra de la naturaleza, que parece creada para inspirar a quien la contempla cuanto de noble y bello pueda anidar en su interior, ese no ha vuelto a aparecer.
Juan Antonio