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Hoy escribes tú

La observadora del mar y Maullidos del pasado

Andrés Amorós nos relata con Nuria Richart dos nuevos relatos. El primero, La observadora del mar, relata unas vacaciones; el segundo, Maullidos del pasado, trato sobre animales.

Hoy escribes tú, La observadora del mar y Maullidos del Pasado

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La observadora del mar

Hace ya muchos años, en un verano allá por los últimos setenta, mis padres, mi hermana y yo solíamos pasar el mes de julio veraneando con mis abuelos en dos apartamentos contiguos a unos kilómetros de Fuengirola, en la costa malagueña. Mi hermana María José contaba entonces con unos cinco años y yo estaba cerca de los siete. Aquellos apartamentos estaban en primea línea de playa y tenían unos balcones que eran como grandes escaparates al mar. Desde allí oteábamos el Mediterráneo en busca de veleros o grandes cargueros.

El abuelo solía decir que en los días más despejados se veía África. Eso me parecía fabuloso y me pasaba buenos ratos observando la línea del horizonte con sus prismáticos. Lo cierto es que a veces, algo casi invisible, como una mancha de acuarela, se recortaba a lo lejos sobre las aguas. Cualquiera hubiera dicho que sólo era el trazo, mar adentro, de una nube lejana. Pero el abuelo insistía. Aquello eran las montañas del Rif. Aquello era África.

En los locales, bajo los apartamentos, tenía su sede un club de pesca. Cuando las pequeñas embarcaciones de los socios llegaban a la orilla, como no había puerto, ni tan siquiera un pequeño embarcadero, tenían que ser arrastradas sobre la arena entre varios hombres. Para ello acarreaban unos enormes rodillos de goma dura que colocaban bajo las barcas y que les permitían desplazarlas hasta debajo de nuestro balcón. Entonces, desde allí arriba podíamos ver las capturas que habían hecho. Las doradas, los sargos, los lenguados y los salmonetes aún coleaban sobre el fondo de las embarcaciones o dentro de las cubetas y María José y yo nos quedábamos embobados mirándolos.

Por las mañanas, solíamos ir a desayunar al apartamento de los abuelos y lo primero que hacíamos los dos niños era asomarnos al balcón para ver cómo se presentaba el día. A esa hora, allí solía estar el abuelo haciendo ya el crucigrama del ABC. Mi hermana impaciente solía preguntarle: "Abuelo, ¿nos bañaremos hoy?" Entonces, él se levantaba y colocándose una mano sobre la frente a modo de visera para echarle un poco de teatro, decía: "Mirad, hoy el mar está liso como una tabla. Nos bañaremos sin problema".

Esa, desde luego, era una forma de abrazar el día con ilusión. Pero a veces la respuesta del abuelo era negativa. "Mirad niños, hoy el mar está un poco revuelto, hay olas altas con crestas de espuma y sopla viento de levante. Hoy no nos podremos bañar." Entonces mi hermana se quedaba un buen rato mirando al mar por entre los barrotes de la baranda como queriendo comprender. Una mañana el abuelo estaba todavía afeitándose por lo que nos dijo: "Mirad vosotros el mar y luego me decís que tal". María José y yo fuimos disparados hacia el balcón. Ella observó la playa y las aguas atenta y enseguida se fue de nuevo hasta el abuelo que le preguntó: "¿Nos podremos bañar? ¿Cómo está el mar, hija?" Mi hermana contestó: "Sí, abuelo, hoy nos bañaremos. El mar está lleno."

Pedro Porres Oliva, Córdoba

 

Maullidos del pasado

Para aquél niño la guerra eran los gatos. Los observaba desde detrás de la persiana, empeñados en marcar sus territorios de espaldas a las tapias y a las bombas de los cazas alemanes.

Para el niño y sus juegos de guerra el malo era su padre, pues por el hambre de toda la familia puso cerco a los gatos. Lo vio cómo clavaba en lo alto de la tapia tres cuerdas de guitarra y un gusano de seda en cada de ellas a modo de carnaza. Pero los gatos del año treinta y seis estaban avisados y uno tras otro hubo de inmolar cuatro gusanos que ofrecieron su vida por la causa. El quinto se arriesgó demasiado y el muchacho quiso advertirle dando una palmada. El gato, por instinto, dio un salto en el vacío y quedó como un péndulo en el aire.

Era un gato negro apodado Negrín, grueso y oscuro como el republicano presidente. Con paso solemne, talante triste y el gato entre sus brazos fue al níspero del patio y allí le dio tierra quedando dolorido por el remordimiento de haber intervenido en la primera muerte del juego de su guerra.

Mediada iba la guerra cuando dobló la esquina de la calle una pobre mujer buscando gatos, y no para comerlos como hacía su padre, sino para salvarlos. Llevaba un carromato y un cajón con gatera. Los chicos la chillaban preguntando lo que llevaba dentro, qué compraba o qué vendía. Varios metieron la mano en la gatera tanteando a ciegas por ver lo que allí hubiera. El que tocó primero el lomo del felino dijo que el cajón estaba lleno de suavidades y blanduras. El que le tocó el rabo decía que lo que había era un chorro de agua tibia y ondulada. El siguiente palpó un ojo y aseguró que eran escarabajos satinados. El niño fue el último y al clavarse en su mano las uñas del minino, dijo convencido chupándose la sangre: lo que hay en el cajón es un rosal.

Al volver a su casa un ligero quejido le hizo mirar hacia el rincón derecho de la huerta. Sobre unos trapos blancos dispuestos como un nido, una gata de angora toda blanca amamantaba a cinco cachorrillos y lamía sus cuerpos diminutos del mismo tono rosa que su lengua. No quiso acercarse pues había oído que las gatas rechazan a las crías si las tocas, pero puso tres macetas de geranios tapando aquella ternura para ocultarla de la vista de su padre.

Cuando marchó a Galicia todo fue distinto. La fonda de Aquilino en Gondomar era el paraíso de los gatos. Sobre los cojines, las alfombras, la ropa de la plancha, su cama sin hacer o sobre cualquier otra cualquier blandura, descansaban las suyas cubiertas de regias pieles, brillantes y sedosas. El niño disfrutaba tan sólo con mirarlas. De todos aprendía, cuando había creído que todo lo sabía sobre gatos. De los de Gondomar aprendió su ronroneo de gusto en el sofá, el confiado restregarse de sus lomos contra sus pantorrillas, su andar majestuoso sin miedos ni rencores... sabiéndose queridos.

José Miguel Barón

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