Dejando aparcado el esperpéntico y vergonzoso debate entre Rajoy y Sánchez, en esta campaña estamos viendo más de lo mismo: las grandes promesas y las grandes inversiones. Es como si el país no hubiera sufrido su peor crisis económica. Vamos, ya hay dinero para todo, para volver a lo de siempre: a la promesa y al despilfarro.
Por eso, a cinco días de la cita con las urnas el ciudadano debe reflexionar y no creerse, de entrada, todas las promesas que los políticos nos dicen que llevan en su agenda.
No estamos dudando, ni mucho menos, de la honestidad de los candidatos ni de su buena voluntad -si tuvieran poder para hacerlo- en el complimiento posterior de sus promesas. Pero es que no todas las decisiones políticas pueden llevarse a efecto en el tiempo y hora que éstos desean porque las arcas del Estado -suponemos que maltrechas- tiene sus plazos.
El último ejemplo de este estrambótico descaro de promesas es el destino de 1,5 millones a un nuevo bono de alquiler social para familias en riesgo de desahucio. Ahora sí; antes, no. O el instituto de alta tecnología ferroviaria; o ese maravilloso bono-recibo para las familias que no puedan pagar la luz. Por no hablar de las infraestructuras. Todo está muy bien. Pero la pregunta es de dónde saldrá el dinero y cuándo se materializarán estas promesas. Si es que alguna vez son reales.
Por eso, los votantes deben oír los programas y reflexionar sobre ellos. Y tener en cuenta que en las ejecuciones de éstos no solo cuenta la buena voluntad del político.