Los ciudadanos están hastiados e indignados con la sucesión de escándalos de corrupción de los últimos tiempos. El resultado es el descrédito de los actores principales de la política, los partidos, plenipotenciarios de los asuntos públicos.
Su condición de espina dorsal del sistema se ha ido deteriorando por lo que en términos económicos se conoce como abuso de posición dominante, es decir, la imposición de sus intereses y condiciones sin tener muy en cuenta los de quienes hacen posible su existencia misma, los propios ciudadanos. De tal suerte que, más que el vehículo para la expresión de lo que piensan y anhelan, los partidos son percibidos crecientemente como meros aparatos de lucha por el poder y el provecho corporativo y personal. Una percepción que la corrupción multiplica de forma demoledora.
Urge pues, revestir esta situación. Después de 38 años de experiencia, por ejemplo, poco cuestionable es que debe modificarse el sistema electoral de listas cerradas que ha deformado gravemente la relación de los votantes con los candidatos electos porque estos, para asegurarse su continuidad, han optado por la obediencia a quien les puso en la lista antes que por lealtad a quien les votó y facilitó el cargo.
No faltan voces que aseguran que los políticos son un reflejo de la sociedad de la que forman parte, y que por tanto la propensión a la picaresca y, en último término, la corrupción está en el AND del país. Por eso, tiene razón Manuel Baltar cuando reivindica la elección directa de los presidentes de las diputaciones. Al menos, por algo se empieza, como regenerar el sistema electoral.