Todos los partidos piden pactos para gobernar y para tener poder. Desde las primeras elecciones generales en 1977 -o las municipales en 1979- se vino haciendo, y también nos enfrentábamos a un cambio de ciclo político y a una situación bastante más complicada que la actual. Se hacían para asegurar el parto de la democracia y el rival de la oposición, es decir, el gobierno en el poder, temía la conflictividad en la calle. Ahora la democracia ha convertido esa conflictividad en la confrontación de los partidos clásicos con los emergentes.
Por eso, el partido que gobierna quiere mostrarse algo más modesto, y busca pactos por dos grandes objetivos. Primero, por si no alcanza mayorías absolutas en las principales ciudades -porque si no es así- sabe que se pasará la legislatura en la oposición. Y segundo, atraer a una fuerza emergente, como Ciudadanos, que le está ganando terrenos en todas partes.
Lo mismo que el PSOE, que con su lío interno aún no ha deshojado la margarita sobre una posible alianza con Podemos, o con las múltiples y atípicas fuerzas de marca blanca que, bajo el paraguas de ese partido, se presentan en Galicia.
Un pacto poselectoral después del 24-M no sería una panacea, pero influiría confianza en la estabilidad para gobernar. Sobre todos en los tiempos que corren. Pero este camino parece cerrarse porque ninguno de los dos grandes partidos está dispuesto a ceder las concejalías más importantes a aquellas fuerzas que puedan darles alcaldías.
Tanto PP como PSOE deben estar viendo las orejas al lobo, y después del 24-M el problema de la gobernabilidad, por un lado, y su propia estabilidad como partidos, por otro, se puede agudizar más de lo esperado. Pero un pacto entre ellos, tampoco parece posible. Es como tener dos gallos y un solo corral. Siempre sobra uno.