Seguro que habrá algún que otro despistado, pero que estamos en plena campaña electoral todos lo sabemos. Que los gobiernos municipales y la clase política vuelven a llamar a las puertas de los votantes, tras olvidarlos durante cuatro años, también.
Pero a lo que no nos acostumbramos es al dispendio económico que, algunos, por no decir prácticamente todos los gobiernos locales -los que tenemos más cerca-, reparten en cantidades industriales para, pura y duramente, llamar al votante.
Que en situaciones de crisis, millones y más millones (imagínense en estos dos meses que faltan para la cita con las urnas), sean concedidos, como subvención a promover desde ese invento estrambótico de los emprendedores hasta el asociacionismo de los programas más estúpidos que pueda uno imaginar, no parece la mejor medida para atajar la crisis; y, sobre todo, para mostrar transparencia y velar por lo que realmente necesita apoyo institucional. Por eso, no toca.
La labor de los partidos políticos es encomiable, es cierto, pero siempre para los suyos -como hace Caballero y una señora de armas tomar llamada Carmela, fiel defensora del núcleo familiar-. Lo que no es encomiable es el clientelismo político que muchas veces subyace en estas situaciones.
Desde que empezó esta campaña sin freno ni vergüenza, han proliferado todo tipo de subvenciones. Porque se abre, pero no se cierra el grifo. Y ya saben, hay que saquear, no gastar, lo que no existe en las arcas de los municipios. Luego vendrán las acusaciones de unos a otros, pero esa misma contundencia y ese similar lenguaje que emplean, no los salvaran del asalto a lo que es de todos. Es el precio que tienen las urnas, como mal menor.