Decía Cicerón que de la arrogancia nace el odio y de la insolencia, la arrogancia. Este defensor del republicanismo clásico romano ya pensaba que el mundo daría más pequeños cesares autoritarios como el que él tuvo que aguantar.
En política hay dos actitudes que suelen ser nefastas para los que la practican: la insolencia y la arrogancia. Ambas conductas son expresiones de una falta de entendimiento sobre los mecanismos que hacen girar la rueda de la política y de la sociedad.
La pregunta es: ¿por qué ciertos políticos caen en esos errores? La respuesta no es fácil y tal vez se la pueda atribuir a las dificultades para percibir acertadamente una situación compleja, como la actual, y proponer vías concretas para recuperar una gestión cuestionada. Aunque ésta pudiera ser una justificación, no justifica que un político caiga en conductas despóticas.
El comportamiento de Abel Caballero hacia Coruña y Santiago es, además de pernicioso, una muestra de estupidez sin límites. La insolencia y la arrogancia que desprende esta actitud evidencia que algunos protagonistas de la vida pública sobran en la actividad política. Sin embargo, esa prepotencia que caracteriza y practica Caballero no esconde la realidad de su trayectoria política, con más sombras que luces.
No es el caso de discutir la idoneidad ni cuestionar los válidos o no argumentos de sus adversarios, pero hay una cuestión que es necesario poner en evidencia: que la crítica a una gestión política no debe ser respondida con arrogancia ni chulería. Sobre todo, si utiliza su cargo institucional como ariete para ofender a las personas de dos ciudades gallegas.
Hablar como lo hace Caballero es o una falta de honestidad política o una expresión de ilusionismo. Claro que los complejos de inferioridad conducen a la estupidez permanente.