No sabemos si la ministra de Fomento pretende convertir Galicia en la Baviera alemana o en la metrópoli de Tokio. Lo que sí sabemos es que la señora Pastor viene prometiendo las mismas infraestructuras desde que es la jefa del ramo. Y el objetivo siempre es el mismo. Tampoco sabemos si el alcalde vigués -el mismo que no dice ni mu sobre el enchufismo- está a lo que está o pretende convertir a su ciudad en la capital gallega o en un área metropolitana con rango foral para no pagar impuestos.
Dada la situación que vivimos -de crisis económica y ética-, con la que abordamos esta precampaña de las municipales, será muy de agradecer que los partidos dejen a un lado la grandilocuencia y las grandes promesas que todo el mundo sabe que no cumplirán, sencillamente porque es imposible.
Los próximos meses deberían servir a las fuerzas políticas para hacer una reflexión profunda y elaborar unos programas que plasmen realismo, precisión y cifras concretas. Si, por el contrario, se enzarzan ya ahora en una confusa pelea de gallos, destinada a desprestigiar al adversario, la confusión se adueñará de toda la precampaña y contribuirá a desorientar a los ciudadanos, alimentará el escepticismo y alejará el debate político de las inquietudes de la calle.
Entre otras cosas, porque la opinión pública sabe perfectamente a estas alturas que no quedan conejos en la chistera, que la crisis económica se va salvando, pero la otra crisis, la de la corrupción, es devastadora para la democracia y lo seguirá siendo.
Por eso, está en juego nada menos que la regeneración política para que esta precampaña arranque con demasiadas promesas y muchas inauguraciones que no conducen a ninguna parte.
El desafío de estas elecciones municipales es de gran envergadura para todas las formaciones políticas. Porque en esta ocasión, quizás más que nunca, los partidos se juegan su credibilidad y algo más: la consolidación del sistema.