Comienza la semana con recompensas políticas incomprensibles en un Estado de derecho y con más casos de corrupción. La sociedad gallega, harta de la atonía y el envilecimiento de la vida pública, quiere hechos.
Mientras unos sustraen el debate con cortinas de humo que impiden analizar con claridad los problemas reales, otros arrastran guerras fratricidas que descentran su discurso y les apartan del debate público.
En este escenario, la economía se resiente y, justo cuando más energía se requiere para salir a flote, los principales actores políticos redoblan su endogamia y, en lugar de buscar soluciones pactadas que ofrezcan estabilidad y equilibrio, afloran múltiples episodios de corrupción y se enredan en telarañas judiciales que degradan todavía más la penosa imagen.
La gravedad de las acusaciones que pesan sobre algunos de nuestros representantes institucionales y las luchas cainitas que lastran la democracia interna de los partidos impiden la renovación-regeneración y alejan de la política a personas valiosas que estarían dispuestas a comprometerse con un proyecto real y ético.
Hace falta claridad y liderazgo para renovar el escenario. Y también cambiar la tramoya. Pero, por encima de todo, resulta imprescindible reconstruir la clase política.
Las investigaciones abiertas para aclarar las múltiples sospechas surgidas en todos los puntos de Galicia demuestran hasta qué punto se ha generalizado el soborno y la componenda. Y ya no es posible aguantar más.
Se impone un cambio profundo, una transformación histórica que abra una nueva era capaz de superar tanto la crisis económica como la política. Porque la falta claridad y liderazgo nos llevan hacia el populismo y el oportunismo. Y eso es malo.