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Carta de amor: "Qué jóvenes eramos"

Ayanta Barilli lee la carta del amor del día.

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Ya ves, Teresa, no cumplo mis promesas. Toda mi vida la cuidaré, le dije al señor cura en la sacristía, mientras te esperábamos para concertar los pregones. Y el cura me miró con un latigazo de incredulidad, de burla. El mismo que utilizó tu padre cuando sentados a la mesa camilla, con el tapete de ganchillo marcando  distancias, me contestó de sopetón: ¿Tú crees?

-Pobre desgraciado. Si supieras cuidar de ti mismo – supongo que pensaría.

Qué jóvenes éramos y qué rabiosamente felices hemos sido. Y qué corta se me ha hecho la vida. Nació la niña Elisa apenas nos casamos, los dos tan jóvenes, tan inexpertos. Pero qué guapa y qué lista y qué ojos nos sacó, Teresa, tan grandes, tan luminosos, con reflejos de jade y de mar y de cielo.

A veces, en verano, nos quedábamos contemplando las luces lejanas de los barcos, la oscuridad del mar, el cielo tan azul pintado de jirones blancos. Los dos quietos, callados, sentados en la terracita del apartamento. La niña dormía muy cerca, oíamos su respirar acompasado. De vez en cuando yo volvía tu cara hacia mí para verte los ojos de frente. Qué bellos han sido siempre tus ojos, y cómo los recuerdo a la orilla del mar. Hasta ayer mismo se conservaron luminosos, límpidos, como si los años no pasaran por ellos. Grandes, serenos, cambiantes según las tonalidades que en ellos se reflejen, a veces verdean cono el jade, otras se hacen azules como el cielo. Hay veces que clarean como el crepúsculo a la amanecida y otras se tornan esmeraldas moteadas.

Y es que hay una parte de los seres humanos que no envejece nunca. Mira mis manos, tersas y rectas como las de un chaval. En cambio mis bronquios son los de Atapuerca. Así, mientras tus ojos siguen siendo de adolescente, los dioses se cebaron con tu memoria.

Perdóname Teresa, prometí que te cuidaría siempre. Y te he cuidado, con amor, con veneración. Hasta ayer mismo. Pero ya no puedo cuidar más de ti.

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