Queridísima Isabelle:
Cada alma se debate en este vida por encontrar a su "gemela", a su “media naranja”, algunas jamás lo consiguen, sin duda yo que iba inexorablemente abocado a este mismo destino, conseguí fortuna, pues se que ya la debí encontrar con usted –amada Isabelle–. De cuantas vueltas le di a este tema mi conclusión fue siempre esta, que es usted el amor de mi vida, sin duda alguna.
Pero en mi vida los acontecimientos que a la mayoría de los mortales suele llegar en edades adecuadas en mí siempre, por algún mal fario, llegaron tarde y con desesperación, presagios estos nada buenos para vivir con dicha el amor que ahora, tras una extensa existencia, vengo a sentir por usted.
El afán de mi propia forma de vida me hizo un hombre práctico desposeído de sentimientos tan subjetivos como puede ser el amor o la compasión, por decir dos bien distintos. Así fueron pasando los años de esta mi existencia sin atisbar flecha alguna del caprichoso cupido.
Y con sorpresa, en el comienzo de este otoño que sobrevuela mi vida, cuando sus ojos marinos de mirada presta sobrepasaron la inexpugnable coraza que, sin quererlo, había construido en mi adusto corazón. Y un buen día, no hace mucho, mis ojos dejaron de mirarla como un ser humano rayano en la adolescencia para hacerlo como la criatura más hermosa que jamás pude conocer.
Con la sinceridad por delante y con la máxima honestidad que usted merece, le diré que, aunque mucho lo desee no preveo nada cierto ni seguro en esta relación tan distinta en la edad pero tan intensa en los sentimientos, estando seguro en los suyos tanto como en los míos.
Usted me insta a dar a todo y a todos la espalda y sólo hacer caso al inefable corazón. Bella propuesta pero ajena a esta sociedad que nos permite y sostiene. Aunque usted me hizo sacar lo aventurero y audaz que dormía en mi alma, me toca ser convencionalista por los dos y hacerla pensar que dirán –por ejemplo– sus padres, personas ellas pertenecientes a mi propia generación, por no mencionar a mis propios sobrinos mayores incluso que usted.
Y me repito una y otra vez "merece la pena", pero la pena es perderlo –quizá– todo por tenerla a usted y me pregunto que si usted, fuera del apasionamiento primario que todos entregan al amor, estará dispuesta a asumir el riesgo de perder una –aun– larga vida amorosa con un caballero joven al que fácilmente pueda enamorar en vez de conmigo.
Me despido de usted pidiéndola que considere lo que, no sin poco dolor, he tenido que plantearla como paso previo a un futuro compromiso entre ambos. Sin cesar un ápice este amor que abrasa dentro de mí, me despido de usted, Isabelle, suyo sin reservas:
Leopoldo
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