Querida madre:
Te escribo desde el cielo.
Quiero que sepas que siempre te quise, incluso cuando empecé a crecer y nadie le dio importancia. Siempre decías que era normal después de unas fiebres dar el estirón, así que me bajaste el vuelto de todas las faldas. En poco tiempo tuviste que comprar ropa nueva, y pronto, muy pronto, volvió a quedarme pequeña.
El doctor dijo que era una muchacha demasiado alta para mi edad. En posteriores visitas y después de innumerables pruebas dictaminó gigantismo. Sin embargo, tu seguiste pensando que era una chica esbelta sin el muy. Pasabas las hojas de las revistas de moda mojando el dedo índice, un gesto que nunca he soportado, dabas con él pequeños golpecitos sobre las modelos.
—¿Ves?¿Las ves?. ¡Son todas taaan elegantes!—suspirabas. —Imagínate recorriendo las pasarelas del mundo entero.
—No me gusta nada viajar —protestaba yo.
—¡Bah! Tonterías, sólo tienes que ponerte derecha y aprender a dar un paso detrás de otro sin mover las caderas.
Te negaste a que me hicieran más exámenes, como si inclinarme para no tropezar con los vanos de las puertas fuera normal. Cuando mi cabeza ya casi rozaba los techos, se te ocurrió la genial idea de apuntarme en algún equipo de baloncesto.
— Yo no sé jugar.
—Ya aprenderás, cielo.
Mis amigas venían a verme a menudo, después se espaciaron sus visitas hasta que dejaron de hacerlo. Me sentía sola madre. Entonces colgaste espejos en mi cuarto, seguro que con la misma generosa intención que para con tu amado periquito solitario. El pobre se cortejaba a sí mismo, regurgitaba la comida en un intento vano de agasajar a su reflejo, un día amaneció muerto en su jaula, el veterinario diagnosticó irritación del buche , ¿lo recuerdas?
Yo seguía creciendo a velocidad vertiginosa, me dolían las articulaciones como si estuvieran tironeando de mí todo el rato. Pronto se vio que era imposible que la casa me contuviera, nos mudamos a la finca del campo donde se hicieron obras para que me sintiera más a mis anchas, ampliando los techos con claraboyas descapotables por si me apetecía estirarme y echar un vistazo fuera. Desde mi aislada almena oteaba los pueblos vecinos, la ciudad donde vivíamos antes y un poquito del país de al lado cuando las nubes me dejaban verlo. Empezaba a disfrutar.
—Podrías hacerte meteoróloga y predecir el tiempo —Insistías.
Ya no contesto nunca, ahora sueño y viajo, viajo y sueño. Se expande la bóveda del cielo, las galaxias, los infinitos caminos celestes. A mi lado los halcones vuelan con el gesto correcto y justo, rara vez aterrizo, ni siquiera cuando interrumpes esta carta de amor maternal que intento escribir, y desde abajo, con las manos ahuecadas sobre tu boca gritas:
—¡Eh nena, baja a merendar!
Isabel
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